La gran fortuna de poder
imaginar es que convertimos la irrealidad en realidad. Todo lo que imaginamos
permanece mezclado con lo que pasó, aunque no haya ocurrido exactamente como lo
recordamos o se cuenta, e incluso no haya sucedido jamás. Siempre he creído que
los personajes de todas las novelas y relatos son tan reales como sus autores.
El camino de descubrimiento de las sensaciones que discurre entre la mente y el
corazón tiene siempre destinatario, aunque no lo conozcamos o esté oculto en el
misterio de un universo que fue de papel y ahora es de ondas electromagnéticas.
Ambos conforman memoria. Y la memoria, la propia y la ajena, acumula el
transcurso de todas las historias desde el comienzo de la Humanidad, desde los
albores de la cultura. Esa cultura que nos hace evolucionar de modo más libre y
permite que cada acción nazca sobre tierra labrada y cultivada, no sobre una
superficie yerma sobre la que nada se recoge. Cultura que va uniendo eslabones
más allá de los individuos concretos que la enriquecen y que empuja en su
desarrollo a todas las sociedades. Cultura y memoria que permiten que la
añoranza y la nostalgia sean un motor de vida y no permanezcan inservibles en
un baúl cerrado en medio de la disolución y la oscuridad.